RAZA DE LOS ENAMORADOS
Hay quien piensa que justamente ahí, ante ese contacto inesperado, comienza la filosofía. La muerte. Se piensa uno a sí mismo de nuevo y piensa al otro, al cuerpo que se extingue a nuestro lado, poco a poco, o que ha dejado ya de existir allí mismo, estérilmente, irreversiblemente. Pero la contradicción, a poco que observemos, nos ataca y lastima con una fuerza inusitada. “La muerte –escribió Wittgenstein- no es un acontecimiento de la vida. No se vive la muerte”. Y Epicuro, en su Epístola a Meneceo, ya aconsejaba: “Acostúmbrate a pensar que la muerte para nosotros no es nada…”
Sin embargo, nada hay que nos acerque más a la verdad de todo cuanto nos rodea. Más a lo inútil y a lo superfluo, a lo sagrado y a lo ingenuo; más a lo extremo y a lo oscuro, a lo imprescindible y a lo bello. Mi propia cercanía se me antoja ahora mucho más cálida, menos indefinida, menos neutra; pero son los demás, sobre todo, los que adquieren una categoría ciertamente olvidada. ¿Cómo pasar un día más sin ellos, en su compañía siempre, a su lado? “Alegrías y penas –escribe Francis Crick en La búsqueda científica del alma-, recuerdos y ambiciones, sentido de la identidad personal y libre voluntad, no son más que el comportamiento de un vasto conjunto de células nerviosas y de moléculas asociadas”. ¡Y cómo añoras ese vasto conjunto cuando falta, cuánto desearías ese mundo de hermosas células, de carne maravillosa, de entrañables moléculas!
La contradicción se disuelve, ligera, proyectada de golpe ante el espejo. La ciencia a un lado y, al otro, impertérrito, el filósofo. Muerte del filósofo y fúnebre oración de despedida. “La muerte: en primer lugar, no la desaparición ni el no ser ni la nada, sino una cierta experiencia para el sobreviviente de la sin-respuesta”. Derrida a propósito de Lévinas. Y subrayo (porque aquí está lo que queda como eco único de la pregunta): experiencia para el sobreviviente de la sin-respuesta.
“Ved un campo de jaras –escribe el poeta-, y sentid los colores de esta tierra de luna…”
Así queda todo en la memoria a la espera de ese cuerpo, de esa respiración, de esa presencia.
Si es la raza de los enamorados la que habita esta tierra no es de extrañar entonces el amor correspondido.
Vuela el águila arriba, en los picos azules, imposibles, de la Sierra de las Villuercas.
Y si puedo sentir como en sueños la magia animista de ese vuelo, puedo seguir viviendo.
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Magda -